Noviembre comienza con los días de todos los Santos y Difuntos, fiestas religiosas que nacen como ritos y costumbres paganas de cambio y muerte de cultura y naturaleza.
Los equinoccios de marzo y septiembre anuncian la llegada de la primavera y el otoño. Cuarenta días mágicos de cambio y paso de estrellas y planetas, entre el comienzo de la primavera y el campo florido repleto de romerías entre el 13 y 15 de mayo; cuarenta también entre el comienzo del otoño y los Santos y Difuntos del 1 y 2 de noviembre.
Con el día de Todos los Santos, la iglesia católica honra a los cristianos caídos en tiempos de persecución y campo de mártires y a todos los Santos olvidados. El de Difuntos es día de oración por las almas de los fallecidos que moran en el purgatorio y recuerdo de familiares. Pero antes que la iglesia marcara en su calendario como propios, culturas y religiones anteriores ya señalaron el 31 de octubre como principio y fin de año, con una noche mágica dedicada al sacrificio de dioses de la fertilidad, faunos, chamanes y brujas, en la que la barrera entre lo vivo y lo muerto se estrecha, y en la que las ánimas frías y blancas, anticipo del invierno, vuelven a la tierra.
Con noviembre acaba el otoño, es tiempo de migas, de envero de aceituna, de siembra de grano en la campiña, y de cosecha de membrillos y granás en la huerta. En el monte, es tiempo de bellotas y castañas, también de recogida y guarda del ganado.
En estos días de Santos y Difuntos, como los centros florales al campo santo, olvidado durante el resto del año, vuelven a muchos pueblos las gachas o poleás. Las cocinas se llenarán de peroles o sartenes hondas de cabo largo para llenar de aceite virgen, harina y coscorrones de pan. Aromas de matalahúva, canela y almendra despertarán los recuerdos de la infancia perdida.
Y es que las gachas, como otros dulces de otoño, buñuelos y huesos de santo, son plato típico de estos días en muchos pueblos de la provincia. Su origen está unido a la celebración y cosecha anual de los frutos de temporada, tributo de difuntos pero también de nuestros miedos a su regreso. Según la tradición, fueron las gachas el sello perfecto de harina y agua para tapar cerraduras de viejas puertas por las que las ánimas podían anunciar la muerte venidera.
Sea o no éste su origen, como las migas en tiempo de lluvia, las gachas reúnen a la familia en torno a una buena sartén de cuchara y paso atrás, un ejemplo más de una cultura alimentaria que hace del comer algo más que alimentarse, en este caso homenaje a los que se fueron, desde el cariño de los que hoy nos quedamos, confinados, llenos de zozobra, perdidos y atados sin poder partir al campo santo de nuestro pueblo.